INTRODUCCIÓN


La esperanza está primordialmente en los que no hayan consuelo.

Durante la década de 1930, y en paralelo con el ascenso del fascismo en Alemania, un grupo de intelectuales se congrega en la ciudad de Frankfurt con la pretensión de desarrollar una teoría crítica capaz de renovar al marxismo de su época. De esta generación podemos resaltar a Herbert Marcuse, Eric Fromm, Max Horkheimer y Theodor Adorno.

Algunos años después, este grupo de estudiosos de diferentes ámbitos y tendencias pasarían a ser conocidos como la Escuela de Frankfurt y también como la primera institución académica alemana en abrazar abiertamente el marxismo. Si bien la producción de textos de esta escuela fue inmensa, hay uno que resalta por sobre todos los demás: Dialéctica de la Ilustración de Theodor Adorno y Max Horkheimer, una colección de ensayos que aborda distintos temas ligados a lo que los autores señalan como una deriva barbárica del proyecto ilustrado, siendo uno de estos el de la industria cultural.

La industria cultural, en términos de Adorno, es la transformación de obras de arte en objetos al servicio de la comodidad. Los autores consideran que el auge de las sociedades de masas es un síntoma de una era degradada en la que el arte solo es una fuente de gratificación para ser consumida. Pero lo que la industria cultural realmente crea no son ni reglas para una vida feliz ni un nuevo poema moral, sino exhortaciones a la conformidad de la sociedad en favor de intereses mucho más oscuros.

Capítulo I: Aclaraciones necesarias


La expresión “industria cultural” fue empleada por primera vez en la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer como una forma de conceptualizar todos los fenómenos que se estaban produciendo alrededor de los radicales cambios en el lugar social ocupado por la cultura de su tiempo. Hablamos de las décadas de 1920, 1930 y 1940 del siglo XX. Es un término que se confecciona en un libro de filosofía y crítica social, por lo que personalmente les recomendaría interpretarlo con la amplitud que eso conlleva.

Capítulo II: La reproductibilidad técnica


Entender a la industria cultural únicamente como la mercantilización de la cultura o el sometimiento de esta a la razón instrumental, traducida en la aplicación de procedimientos industriales a la producción cultural, es quedarse a medio camino y en lo evidente.

Lo que realmente les preocupaba a los teóricos de la Escuela de Frankfurt era cómo esa expansión del mercado cultural estaba dando lugar a lo que se conoce como cultura de masas y cómo eso afecta a los principios de organización del trabajo y la producción cultural.

Una obra recomendada para entender esto y que se complementa excelentemente bien con el texto de Adorno y Horkheimer es “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” de Walter Benjamin. Este autor plantea que la obra de arte siempre fue susceptible a la reproducción, pero entrados los 1900 la reproducción técnica consiguió un estándar en el que no solo alcanzó la totalidad de las obras de arte dadas, sino que también conquistó un lugar específico entre los procedimientos artísticos.

Trasladándolo a palabras mucho más sencillas: no es lo mismo hablar de la mercantilización del arte cuando antes la única forma que tenía un músico de que lo escuchen era dando un concierto en vivo, que cuando podía componer algo, grabarlo y distribuir millones de copias alrededor del mundo, ganando dinero sin volver a tocar un solo instrumento. A esto se lo conoce como reproductibilidad técnica, y es de este periodo específico del arte del que hablan Adorno y Horkheimer.

La industria cultural, en los términos del propio Adorno, se refiere a la transformación de obras de arte en objetos al servicio de la producción. Los autores consideran que el auge de la sociedad de masas es en realidad un síntoma de la degradación del arte, reducido a una fuente de gratificación para ser consumida.

No es que el arte perdió su autonomía recién en el siglo XX. De hecho, es muy difícil hablar de un arte realmente puro en algún momento de la historia. Por ejemplo, aunque nos parezca impresionante la bóveda de la Capilla Sixtina, Miguel Ángel cobró dinero por ello y tuvo que amoldarse a los parámetros que estableció la Iglesia al momento de contratarlo.

Más allá de eso, si bien el arte siempre buscó ser un poco efectista, esa autonomía se terminó de abolir con la industria cultural. Ya no podemos decir que una obra, además de arte, también es una mercancía. Hablamos de mercancías de forma integral.

Capítulo III: Das kulturindustrie


Adorno nos dice que en el capitalismo se pretende que cada producto sea individual y que esa misma individualidad refuerce la ideología. Esto provoca la ilusión de que lo que cosificamos nos permite escapar de la inmediatez de la vida.

Es decir, cuando poseer un objeto te da ciertos atributos más allá de su utilidad. Es como tomarte un café en Starbucks: no importa si es más caro, sabe igual o peor que el de la cafetería de la esquina. La función de ser café ya está superada. Pero a diferencia de la cafetería, Starbucks dona dinero a causas benéficas y te limpia la conciencia mientras tomas un café. Decir que solo vendes café te deja fuera de la competencia.

La industria cultural tiene su soporte ideológico en el hecho de que constantemente imprime en sus productos las consecuencias de sus propias técnicas.

Yendo a lo concreto, la industria cultural es el conjunto de empresas e instituciones cuya principal actividad económica es la producción de cultura, entendida como bienes culturales con fines lucrativos. Esto engloba radio, televisión, prensa gráfica, editoriales, disqueras, cine, distribuidoras, etc.

Es un mecanismo circular que no solo busca aumentar sus ganancias haciendo crecer el consumo, sino que simultáneamente configura los hábitos sociales, abarcando campos como la educación, nuestra relación con los medios y, en consecuencia, nuestra forma de relacionarnos con la sociedad. Ergo, es capaz de transformarla.

Este aparato técnico-mercantil está sujeto a las necesidades de los consumidores y, como toda necesidad, se buscará saciarla con un producto. Para eso, la industria cultural ofrece su propio producto estandarizado. Esto sumado al escaso número de centros de producción, administrados por pocas manos, permite planificar su producción y distribución de forma mucho más eficiente.

Cuando Adorno habla de estandarización tanto en dialéctica de la ilustración como en otras obras como filosofía de la nueva música o teoría estética, lo hace de una forma muy específica que en ocasiones puede llegar a malinterpretarse si no se la traduce a su contexto especifico, no se refiere a esos estándares que fueron surgiendo a lo largo de la historia como el resultado de la necesidad de los consumidores sino a aquella que opera de forma imperativa sobre la producción de las industrias culturales como una consecuencia de una extensa recolección de los datos basada en un constitución cuantitativa del público mediante su reducción a material estadístico.

No es lo mismo un estándar rítmico que surge de forma espontánea en la música de una cultura que la imposición vertical de este mismo estándar en favor de la industria cultural, lease la demostrativa reducción de costes y tiempos de producción que significo el poder prescindir de músicos con sus largas y costosas sesiones de estudio y que en su lugar englobar y trasladar todas esas tareas a una sola persona que sintetiza todo el proceso con un ordenador para reducir costes.

No es una cuestión de buscar un esencialismo en el acto habilidoso del musico al tocar su instrumento, sino que el determinar que ese estándar imperativamente debe regir casi la totalidad de la oferta de producciones culturales cultural. Por esta razón, al igual que pasa hoy, en los años 70 la música electrónica era vanguardia artística,

La industria cultural es un mecanismo circular donde se manipulan necesidades para reforzar un sistema cada vez más fuerte por la dependencia misma que produce.

Para los autores, esta apelación a interpretar a las industrias culturales como una respuesta a la búsqueda de saciar las necesidades de los consumidores como meros deseos surgidos de la espontaneidad no solo es una lectura ingenua, sino que también es un pretexto fútil, más cercana a la realidad es la explicación mediante el propio peso del aparato técnico y personal, que, por cierto, debe ser considerado en cada uno de sus detalles como parte del mecanismo económico de selección, el funcionamiento de los grandes estudios como también la cualidad del material humano altamente pagado que los habita es un producto del monopolio al que se acomoda.

A ello se añade el acuerdo o al menos la común determinación de los poderosos ejecutivos de no producir o permitir nada que no se ajuste a sus gráficos, a su concepto de consumo, consumidores y sobre todo a ellos mismo.

Así, la industria cultural pretende fungir como faro ante un mundo supuestamente errante y desorientado, como si fuera una especie agente entrópico que busca mediar entre nosotros y ese supuesto mensaje que deberíamos percibir, ya que supuestamente lo necesitamos, Pero este ejercicio de consumo acrítico procura evitar que como individuos consigamos objetiven la información.

En lugar de fomentar la individualidad, la industria cultural atenta contra modelos auténticos de personalidad y arte. Toma géneros populares, los reinterpreta y devuelve como “música popular”, pero ya no pertenecen a las clases populares, sino a la industria.

Esto es posible gracias al sofisticado aparato mediático de propaganda que contribuye a dar forma a los nuevos géneros, transformando expresiones auténticas en objetos aislados.

Capítulo IV: Conclusión


Si se indaga hasta el fondo, encontramos un fundamento conservador y antirrevolucionario. El objetivo de la industria cultural es generar dependencia y servidumbre hacia el modelo de producción.

Lo difícil al hablar de estos temas es que a todos nos toca de manera personal. Y está bien sentirse así: los autores recuerdan que este mecanismo crea necesidades que luego satisface con sus productos, pero de manera engañosa, presentándolo como felicidad.

El consumo acrítico de bienes culturales priva a las personas de formarse como individuos autónomos, sin capacidad real de juicio. Aunque la industria cultural nos defrauda incumpliendo lo que promete, seguimos consumiendo.

Por eso es fundamental estudiar este concepto junto a la idea de tiempo libre. Si pudiéramos disponer de nuestra vida sin rutina, no tendríamos por qué aburrirnos en los momentos de dispersión. Pero ahí triunfa la industria cultural, porque lo cómodo de sus productos refuerza nuestra dependencia.

La incapacidad de aprovechar el tiempo libre nos hace sentir la necesidad de reponer fuerzas para seguir en el trabajo. Eso mantiene las cadenas. Por eso es peligroso para el sistema liberar la creatividad: sería un riesgo.

Así, abrazamos sin cuestionar lo que la industria cultural nos propone para nuestro tiempo libre. Todos consumimos, incluso yo disfruto de vez en cuando escuchar cosas livianas o ir al cine a ver cómo un monopolio mediático como Disney reescribe la historia.

La industria cultural siempre tiene algo para dejar contento a todos. Una analogía útil es con el alcoholismo: mientras tengas dinero, podés beber todo lo que quieras. Y si se vuelve problemático, mejor para las destilerías. Lo mismo pasa con los bienes culturales: cuanto más acrítico el consumo, mejor para la industria.

En el capitalismo es casi imposible encontrar arte en estado puro, sin condicionamiento económico. Pero no todo está perdido. Todavía existen intereses reales del individuo suficientes para resistir dentro de ciertos límites a la sumisión total.

Es importante entender cómo operan los medios, qué y cómo comunican, mientras nos constituyen como sujetos. Estamos cada vez más cerca de la sociedad de masas que tanto temían Adorno y Horkheimer, pero la temporalidad también nos da medios para resistir.